RIVALIDAD ENTRE EE.UU. Y CHINA TRAEN CONSECUENCIAS MUNDIALES

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Unos pocos países mantienen detrás de bambalinas la paz entre EE.UU. y China

El presidente chino, Xi Jinping, le da la mano al actual presidente de Estados Unidos, Joe Biden, en 2013 vicepresidente de Barack Obama.  Lintao Zhang / Reuters

Fuente: 'VANGUARDIA DOSSIER'

¿Podrá salvarse el orden multilateral? Las potencias medias tendrán que esforzarse.

Zhang / Reuters

BRUCE JONES*

Actualizado,27/02/2021 06:00

Entre las diversas formas en que el año 2020 ha causado decepción y desesperación, ninguna ha sido tan perjudicial como constatar que Estados Unidos y China (los dos países más poderosos del mundo) no se enfrentaban al estallido de una pandemia mundial con esfuerzos concertados en el intercambio de información, el tratamiento y el desarrollo de vacunas, sino con la negación, la hostilidad, la acusación y un esfuerzo inútil por utilizar la enfermedad como una oportunidad para la competencia diplomática. El espectáculo de ver al Gobierno de Trump haciendo un despliegue de anticiencia, anticompetencia y anticooperación ha hecho más por erosionar el prestigio diplomático de Estados Unidos que cualquier otra actuación desde el comienzo de la guerra de Irak. China, tras obrar torpemente en relación con las primeras comunicaciones en torno a la Covid-19, enseguida se recuperó por lo que hace a su respuesta interna y podría haberse beneficiado de la disfunción estadounidense. En cambio, mostró sus verdaderas intenciones emprendiendo una agresiva campaña diplomática a lo guerrero lobo (el equivalente chino a Rambo). Una medida del terreno perdido por parte de China: aunque su sistema científico-militar ha sido el primero en asegurar que posee una vacuna, no tiene ningún comprador internacional.

Los aliados internacionales se mantuvieron a la espera de un rechazo popular al detestable Gobierno del presidente Trump en las elecciones del 3 de noviembre. Aunque el vencedor ha sido Biden, el liderazgo mundial de Estados Unidos tardará en reconstruirse y se verá limitado por dos realidades. Una: hay un escaso apoyo interno al tipo de amplio multilateralismo que la mayoría de los europeos desearía ver en la estrategia estadounidense. Dos: la rivalidad entre Estados Unidos y China (o, en el mejor de los casos, su competencia estratégica) está ya integrada en la política exterior estadounidense, al margen de quién ocupe la Casa Blanca, y en la estructura de los asuntos internacionales.

Si la rivalidad entre Estados Unidos y China constituye hoy el hecho organizador central de los asuntos internacionales, el resto de Occidente, y el resto del mundo, se encuentra muy expuesto a las consecuencias

Si la rivalidad entre Estados Unidos y China constituye hoy el hecho organizador central de los asuntos internacionales, el resto de Occidente, y el resto del mundo, se encuentra muy expuesto a las consecuencias. Las potencias medias, deseosas de ver un restablecimiento del orden multilateral, tendrán que esforzarse para dar una respuesta.

Este riesgo toma tres formas. Primero, es probable que haya consecuencias directas de la rivalidad en forma de intensa presión diplomática sobre los capitales ya sea por parte de Washington o de Beijing, o de ambos, para que los otros países se amolden a sus preferencias: sobre el 5G, Nord Stream, acuerdos comerciales, Irán y otros asuntos. Lejos de un acuerdo G-2 temido por muchos europeos en el que Beijing y Washington tomarían las decisiones y esperarían su cumplimiento por parte de los demás, Europa y el resto del mundo se enfrentan a la peor perspectiva de hallarse comprimidos entre dos grandes potencias rivales.

La guardia del Ejército Popular de Liberación chino en la plaza de Tiananmen, Pekín. Roman Pilipey / EFE

En segundo lugar, existe un riesgo creciente de que la rivalidad entre Estados Unidos y China provoque el debilitamiento de algunos elementos de la globalización. Hasta ahora no hemos visto que el sector privado empiece a hacer el tipo de movimientos inversores que marcaría la magnitud del debilitamiento indicado por algunos en Washington y Beijing; pero existe sin duda una presión creciente para una desglobalización, al menos parcial. Si se gestiona sin tropiezos, el resultado podría ser una mayor resiliencia y unas pérdidas económicas limitadas; pero no es probable que se gestione sin tropiezos.

En tercer lugar, y lo más grave: casi todos los rincones del planeta dependen hoy en gran medida de la producción y la gestión de los bienes públicos mundiales. El concepto de bienes públicos mundiales resulta todavía poco conocido en el discurso público, pero una buena parte de la vida internacional depende de ellos. Se entiende con mayor facilidad aludiendo a sus opuestos, los males públicos mundiales: el inquietante cambio climático, la enfermedad pandémica, las crisis financieras. La coordinación de la política internacional para gestionar el cambio climático, la prevención o la respuesta a las enfermedades infecciosas, la prevención de las crisis financieras y el modo de recuperarse de ellas... tal es el cometido de la producción y gestión de bienes públicos mundiales. Requieren una amplia coordinación de políticas, finanzas e instituciones en el plano internacional. En las últimas décadas, la principal forma en que se han producido los bienes públicos mundiales ha sido siguiendo la iniciativa del actor más poderoso del sistema internacional, Estados Unidos, que ha actuado ya sea de forma independiente (por ejemplo, para contener las consecuencias de la crisis financiera mexicana; aportando capacidad a las respuestas mundiales, como la forma en que los centros de control y prevención de enfermedades de Estados Unidos dirigieron la respuesta a cada brote importante de enfermedades infecciosas, como en el caso del brote de ébola en el África occidental) o bien uniendo las instituciones necesarias para llevar a cabo una acción colectiva (por ejemplo, en la creación del Foro de Grandes Emisores para impulsar soluciones de energía limpia, y del G-20 para responder a la crisis financiera mundial).

A las instituciones multilaterales hay que crearlas, dirigirlas y animarlas: son el reflejo del poder y la política estatales, no su productor

La paz de las grandes potencias, el buen funcionamiento de la globalización y la producción de bienes públicos mundiales quedan en entredicho por el rápido deterioro de las relaciones entre las grandes potencias. En este aspecto, la situación a la que nos enfrentamos es distinta a la de la guerra fría, ya que ni siquiera en su momento de mayor apogeo la Unión Soviética gozó nunca de nada parecido a la influencia económica e institucional mundial de la que goza hoy China.

La pregunta, entonces, es ¿quién puede ayudar?

Una respuesta es las instituciones y los acuerdos multilaterales. Sin embargo, a las instituciones multilaterales hay que crearlas, dirigirlas y animarlas: son el reflejo del poder y la política estatales, no su productor. Si Estados Unidos no regresa a una política de dirigir el orden multilateral, y China no está capacitada para la tarea, ¿quién más puede actuar?

La crisis en curso de la Covid-19 ofrece un atisbo de respuesta. Desde el comienzo de la crisis, las potencias medias han desempeñado un papel crucial a la hora de reaccionar frente a ella. Es cierto en relación a sus propias respuestas internas: Japón, Corea del Sur, Singapur, Canadá, Nueva Zelanda y Alemania han organizado algunas de las mejores respuestas del mundo. Ahora bien, no se trata solo de eso, sino que además han intervenido de forma decisiva en la gestión de importantes aspectos de la respuesta internacional. Y tanto más por cuanto que el Gobierno de Trump, extraña y confusamente, decidió retirarse de la Organización Mundial de la Salud (OMS) en el punto álgido de la crisis.

El  expresidente de EE.UU, Donald Trump, en la Casa Blanca a su regreso del Centro Médico en donde se sometió a tratamiento para el Covid-19, el 5 de octubre del 2020. Nicholas Kamm / AFP

Las potencias medias han asumido varios roles. El Reino Unido asumió el papel de dirigir la Cumbre de Respuesta Global al Coronavirus con objeto de recaudar fondos para el desarrollo de una vacuna. Esa cumbre fue presidida por el presidente de la Comisión Europea y recaudó 7.400 millones de euros como esfuerzo de respuesta. Del mismo modo, el Reino Unido, los Países Bajos y Suecia tomaron la iniciativa en el apoyo a los esfuerzos del Banco Mundial para desplegar más de 14.000 millones de dólares en financiación de emergencia destinada a los países en desarrollo más afectados. El 4 de junio, el Reino Unido, el mayor donante de la Alianza para la Vacunación

(GAVI), organizó una conferencia de reposición de fondos para la organización que logró recaudar otros 8.800 millones de dólares. De modo fundamental, la conferencia reservó 3.600 millones para proporcionar vacunas gratuitas a los países que no pueden permitirse inmunizar a su población. Suecia y España convocaron conjuntamente una videorreunión de ministros de Asuntos Exteriores de todas las regiones del planeta para ayudar a coordinar la producción de la vacuna. Canadá encabezó el esfuerzo por organizar excepciones humanitarias y sanitarias a los cierres de fronteras que amenazaban con impedir la distribución vital de equipos sanitarios y de protección personal. Y, en otro tipo de papel, Australia ayudó a negociar un resultado crucial en la Asamblea Mundial de la Salud y generó un amplio apoyo a su propuesta de investigación de las fuentes de la pandemia. Fue un movimiento que sirvió para dos propósitos: avanzar en nuestro conocimiento sobre la evolución de esa enfermedad mortal y desmontar algunos de los aspectos más politizados de la batalla de relaciones públicas entablada por Estados Unidos y China en torno a la Covid-19. Tal vez lo más importante sea que Noruega y Suiza, junto con la OMS, han asumido la dirección de la coordinación de tratamientos avanzados y ensayos de vacunas (el Programa de Solidaridad de la OMS).

El terreno más evidente para la acción de las potencias medias es la defensa y la articulación de las instituciones necesarias para la producción y la gestión de los bienes públicos mundiales

No es la primera vez tras la guerra fría que las potencias medias desempeñan un papel crítico en el desarrollo o la salvaguardia de la arquitectura internacional necesaria para la cooperación. En la década de 1990, fueron Suecia y Gran Bretaña quienes encabezaron la tarea de crear la moderna arquitectura humanitaria de las Naciones Unidas que en años posteriores ha sido la responsable de salvar millones de vidas y apoyar a decenas de millones en decenas de crisis. Fue Canadá quien se encargó de la diplomacia inicial que condujo a la creación del Tribunal Penal Internacional y de la noción de “responsabilidad de proteger”. Fue Australia quien encabezó el esfuerzo (por encima de la oposición inicial de Estados Unidos) para crear una Convención sobre Armas Químicas. Más recientemente,

Japón ha abierto el camino para la creación de un Tratado Integral y Progresivo de Asociación Transpacífico (TPP-11) con el que llenar el vacío dejado por la salida de Estados Unidos de la Asociación Transpacífica.

¿Qué hace falta para que las potencias medias desempeñen
ya un papel efectivo en los asuntos internacionales?

El terreno más evidente para la acción de las potencias medias es la defensa y la articulación de las instituciones necesarias para la producción y la gestión de los bienes públicos mundiales. A partir de sus respuestas clave durante la Covid-19, las potencias medias podrían, trabajando juntas, tomar la iniciativa para impulsar la rendición de cuentas, la reforma, la creación de capacidades y la financiación suficiente de la OMS y las instituciones auxiliares de salud pública mundial; es decir, hacer el trabajo necesario para reducir el riesgo de que la próxima gran epidemia se transforme en pandemia. Pueden actuar como pioneras tanto en el modelo industrial como en la diplomacia internacional para el cambio climático. Pueden invertir en el capital humano, los acuerdos institucionales y la circulación de conocimientos necesarios para prevenir las crisis financieras. En última instancia, no pueden evitar, por supuesto, que se produzcan males públicos mundiales sin la participación de los dos mayores actores de los asuntos mundiales, Estados Unidos y China; pero sí pueden garantizar la vitalidad y la resiliencia de los principales acuerdos e instituciones internacionales que contribuirán a hacer viable esa participación.

Varias potencias medias (en particular, Alemania, Canadá y Japón) también están bien situadas para dirigir los esfuerzos encaminados a reconceptualizar la globalización contemporánea: elaborar los modelos analíticos, los sistemas de capacitación y los incentivos a la inversión necesarios para generar una globalización más equitativa y con mayor capacidad de recuperación. Una vez más, ese empeño tiene límites: en tanto que mayor mercado del mundo, si Estados Unidos opta por seguir el camino de la desvinculación total de China, habrá límites muy claros a la capacidad de las potencias medias para limitar el daño. Sin embargo, la aparición de nuevos modelos puede frenar el impulso hacia esa desglobalización más destructiva.

El director general de la Organización Mundial de la Salud (OMS), Tedros Adhanom Ghebreyesus.  EP

Por último, pero no por ello menos importante, las potencias medias pueden invertir en el tipo de diplomacia, acuerdos de defensa y sistemas de desarrollo susceptibles de limitar el daño de la rivalidad entre Estados Unidos y China. Eso debería producirse de dos maneras. Una es limitar la expansión de la influencia china en su periferia y más allá de ella. Es importante señalar que todas las potencias medias del mundo (las mencionadas anteriormente y otras potencias clave como la India) ven la creciente influencia de China como un serio desafío. Muchas de ellas son aliadas de Estados Unidos, algunas son socias y otras no alineadas; pero todas ellas tienen interés en atenuar la creciente influencia china. Podrían coordinarse mejor entre sí y con Estados Unidos para proteger el espacio para los

intereses occidentales y los valores liberales en aquellos países en los que China está utilizando la política tradicional y también la no tradicional para ejercer su influencia. En segundo lugar, las potencias intermedias podrían ejercer una diplomacia discreta para frenar una escalada entre Beijing y Washington cuando los inevitables accidentes e incidentes se conviertan en crisis y amenacen con descontrolarse. Existe una larga tradición diplomática por parte de las potencias medias desde la guerra fría, cuando capitales como Ottawa y Berna utilizaron sus relaciones en Washington y Moscú para ayudar a que esos dos rivales forjaran acuerdos de desescalada y entendimiento. Es hora de reinventar esa historia.

* Investigador principal y director del Proyecto sobre Orden Internacional y Estrategia de la Brookings Institution, en donde también trabaja con el Centro de Estudios Políticos de Asia Oriental.

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